Juan Pilkings.
Mi nombre es Juan Pilkings. Nací en Sudamérica a orillas del Río de la Plata, comparto un cuarto de estudiante en Londres con José Teruel, hijo del famoso cantor de tangos destruido por las circunstancias. Cuando nos conocimos dibujé un mapa del cuarto sobre un papel blanco, marcando su territorio y el mío. José, hijo de los suburbios de Buenos Aires, sonrió, se puso la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó una tiza con la que trazó sobre el suelo una línea dividiendo el dormitorio en dos. El jamás cruzó a mi lado y yo estaba aterrorizado de ir al suyo, sólo nuestras voces se movían con libertad. Todas las mañanas viajo en el subterráneo desde Highbury e Islington hasta Victoria. Me entretengo mirando a la gente o acercándome a alguna pasajera atractiva. Hay días que bajo impulsivamente en una estación cualquiera para caminar. Ayer, paseando, ví un par de zapatos muy bellos. Eran angostos de cuero negro y con una hebilla dorada. El deseo de poseerlos fue creciendo lentamente durante la noche, debo comprarlos pensaba, pero en realidad no me alcanzaba el dinero ni para un zapato. Compartí mi problema con José - Si me ayudas lo podemos comprar a medias –dije–. Él pensaba ¿Y yo para qué quiero un par de zapatos que te gustan a vos? - Con esos zapatos las mujeres se vuelven locas –dije– ¿Y qué garantías tenés?
- Todas. Podría decir que el carácter de las personas está por el suelo, los zapatos que usan describen quienes son, qué hacen cómo viven. Todo lo demás es insignificante (ropas, maquillajes, perfumes, anteojos) con esta ventaja le podes hacer el verso a cualquiera que te guste.
- Estás volado, la mejor manera de seducir a una inglesa es con un gato abajo del brazo.
Nos levantamos al mismo tiempo. Desde mi ventana veo el cielo gris que proyecta una atmósfera de identificables desagrados: el frío, la lluvia, y la ausencia de colores. La vida en blanco y negro, o peor, con distintos tonos de grises, los amaneceres de invierno en Londres tienen la peculiaridad de ser un desafío a los deseos de vivir. Corrimos hacia a la estación para evitar la mojadura. Una vez adentro del subte yo comencé a definir a los pasajeros a través de una observación profunda de los zapatos pareja de clase media, gorda, sexo indefinido, banquero, puta bellísima –le fui diciendo a José–. Bajamos en la estación de Green Park y de mala gana decidió que compraríamos los zapatos. Yo los usaría lunes, miércoles y viernes; él martes, jueves y sábados, mientras que el domingo descansarían. El viernes caminé con satisfacción, subí al subte, me senté y crucé las piernas mostrando al mundo el par de zapatos nuevos. Me escondí detrás del diario. Percibí los ojos pesados de una mujer hermosísima mirándome.
Bajé rápidamente en Euston confundiéndola. Sabía que le sería difícil reconocerme en otro momento ya que lo único visible habían sido mis zapatos.
El sábado, José se puso los zapatos negros de hebilla dorada y nos fuimos juntos a tomar el subte. Reconocí a la mujer que ayer me había estado observando, la miré a los ojos y sonreí buscando su atención. Pero ella ignoró completamente mis esfuerzos mientras le miraba los pies a José. Bajamos en Green Park. José dijo –tenías razón– y se fue con ella.
Amandeline vivía rodeada de silencios y de la biblioteca que su padre le había dejado al morir. Ella buscaba respuestas a la incertidumbre que le provocaban sus fantasías del pasado. Había nacido en Al Mullkallá, Yemen, entre camellos coloniales y los sueños que sus padres cobijaban de volver alguna vez al Somerset de sus infancias. Algunos días leía largas horas, otros hurgaban los folios que había organizado cronológicamente.
Abundaban los manuscritos caóticos sobre temas inexplicables. Era su madre, Marjorie, quien anotaba todo lo que le llamaba la atención, dándole la misma valoración a la descripción de un clavo oxidado, a recortes de diarios extranje- ros, o a la crítica del último libro que había leído. A veces se le hacía difícil leer esa letra apretada, escrita a las corridas. En cambio, la escritura de su padre era redonda, clara y carente de interés. El había sido un hombre práctico, tenía el hábito de organizar la vida con innumerables listas. Cuadernos de hombres, cuaderno de las compras de comestibles, cuadernos de viajes...
Hoy, mientras abría un libro, descubrió un recorte de un periódico catalán y en una página suelta, la traducción del mismo. Podía imaginarse a Marjorie caminando debajo de una sombrilla, escondiéndose del sol del Al Mullkallá, buscando quien pudiera traducir al inglés el Poema Anónimo, encontrado en el pueblecito de Jafre, del Bajo Ampurdán.*
Oh! ¿Dónde están las hortensias? Dadme las hortensias
Sin ellas moriré de tristeza.
Amandeline lo recitó en voz alta mientras barría el piso de la cocina. Después arregló con violencia los almohadones de las sillas. Salió para comprar comida, al volver a la casa se dirigió al libro donde había encontrado el poema catalán y comenzó a hojearlo.
Se detuvo a leer las “Instrucciones de cómo cazar una mosca”. Sigues el vuelo de una mosca con la mirada, evitando hacer ningún movimiento para no asustarla. Cuando la mosca se posa sobre una superficie plana, por ejemplo una mesa, extiendes la mano suavemente y la dejas abierta a unos diez centímetros de la misma. Mantienes la mano inerte durante unos diez segundos, (que es el tiempo necesario para que la mosca se confíe) y entonces, lanzas la mano lo más rápido posible hacia la mosca y la cierras cuando sientes las alas golpeando la palma de la mano, así atrapas la mosca.
Ah! conviene no cerrar la mano demasiado fuerte, más bien es necesario dejar un espacio entre los dedos y la palma de la mano, para evitar aplastarla y ensuciarte. Al pie de la página con tinta color sepia, su madre había escrito “desde entonces antes de ir a la cama cazo una mosca...” Amandeline no supo qué pensar. Leyó varias veces ‘antes de ir a la cama cazo una mosca’. Una sonrisa de comprensión se fue dibujando lentamente en sus labios.
Llamó por teléfono a uno de sus amantes, cazó una mosca y se metió en la cama a esperarlo con la mosca prisionera en su mano.
Nota del autor: *Poema descubierto por el filólogo catalán Joaquim Hugas, especialista en poesía del Ampurdán del siglo XVII. Lo descubrió en 1923 mientras estaba recopilando poemas de la zona. Lamentablemente todos sus manuscritos se perdieron durante la Guerra Civil.